La Razón 14.05.2023
Una puerta a París al alcance de cualquiera.
Desayunar, almorzar, cenar y copear a la parisina ya está al alcance de cualquier gato, pero sin la ansiedad que provoca distanciarse del foro. Uno de los grandes talentos de la gastronomía mundial, dicen que es el cocinero del siglo, abre casa desde la memoria póstuma.Se olvida rápido lo bueno, así que conviene visitar este restaurante para reconocer que la base de la cocina moderna no está solo al alcance de los Instagramers. Para disfrutar de este patrimonio casi histórico de lo que fue el genio y su larga estela hay que haber comido mucho, leído un poquito y viajar más. Eureka, para todos los no iniciados hay un sanctasanctórum donde probar las lecciones de la historia de la gastronomía a un precio resonante. Sin pagar un avión, sin chanar el francés, pero con la seguridad de que el que tuvo la suerte de encontrar un menú donde poner caviar imperial y se le hacían los dedos huéspedes, lo tienen al alcance del bolsillo del fudi.
Ya no hay excusas para no saber que todo este tinglado de la cultura gastro es de raíz francesa. Nuestros nombres más señeros del Olimpo gastronómico siempre bebieron, malgré lui, de los fondos inagotables de los fogones galos. En esta casa absolutamente respetuosa con la decoración parisina que incluye la barra más que mítica del Atelier, se rinde un sentido homenaje a una saga de platos, cocineros, mandileros de sala y sumiller que tanta gloria han dado. Una cultura. Sí, hablamos de cultura, porque no existe discurso tan arraigado en la literatura como la imagen de un cocinero francés.
Para la ocasión se ha buscado la alianza con un cocinero de tanta trayectoria como profundidad llamado Jorge Gonzalez, quien durante muchos ejercicios ha velado armas en el clásico Ritz madrileño, donde lo internacional tenía siempre un aire castizo. Así, coge las recetas de siempre, las aligera, las hace comprensibles para nuestros paladares mediterráneos, pero no se olvida de la verdad: El evangelio de saber cómo trufar una vieira, enmendarle la plana a un rodaballo, dejar que el cochinillo atemperado a baja temperatura tenga un guiño cómplice e inédito con unas judías con chorizo que no se las salta un párroco.
La codorniz, porque cualquier pieza cinegética que huela es religión francesa, aquí nuevamente alcanza cotas indiscutibles de memoria y de sabor. Aparecen las cocochas sobre un rissotto, y tantos bocados que tienen la ecuación difícil de lo puro y del fondo de armario. El menú degustación, en carta, al gusto, o en esa precisa apuesta del pellizco de la barra.
De los postres solo debe alabarse y nada menos que el extraordinario academismo de los mismos, especialmente en un «suflé» con mayúsculas.
Y para mayor gloria de una sala precisamente atendida, hay que alabar la incorporación inminente de David Robledo, uno de nuestros príncipes del vino. Esto acaba de darle sentido a ese pedazo de grandeur en el corazón de la ciudad. Muy francés, muy enraizado con la mente abierta del Madrid gastro. Imprescindible. En especial para todos aquellos que necesitan aprender.